viernes, 23 de febrero de 2018

Critica literaria del libro "Pudo Ser así" de Mario Duque



Hola Iván,

Recibí Pudo ser así, el libro de cuentos de Mario Duque. Me gusta que te lances de vez en cuando a publicar autores nuevos de narrativa. Tal vez es una tarea un poco más ardua que la de publicar poesía. Sobre todo si se trata de cuentos, que, si los canales de circulación siguen funcionando como en mis épocas de editor, son tan difíciles de promover como los versos.

Me sorprendió el libro. También me desconcertó. En primer lugar, porque está muy bien escrito. La armazón, la carpintería de los cuentos, es muy sólida; cada cuento se lee de un tirón hasta el final. Tiene una cualidad narrativa, una fluidez y un ritmo que facilitan y hacen muy grata la lectura. Hay un cuidado en los detalles que le da verisimilitud.

Pero a mí, no sé muy bien por qué y de allí mi desconcierto, algo me impide entrar de lleno en la historia, hacer ese pacto de lector y suspender del todo mi incredulidad; no sé si porque tenía en mente que debería darte mi opinión o por lo bien construidos, y porque esa construcción deja adivinar detrás un plano, un manual de construcción, tomado de lecturas muy bien hechas de los grandes cuentistas, en especial latinoamericanos, y sobre todo de Cortazar y Borges. Tal vez percibo el reflejo del taller de escritura creativa. O porque los primeros cuentos, tan cuidadosamente ambientados en España. Inglaterra o México, me recuerdan las clases de castellano en la universidad en las que el poeta Fernando Arbeláez se preguntaba dónde habría encontrado en los alrededores de Popayán el poeta Guillermo Valencia los camellos que recorrían los arenales de Nubia para llegar a su poesía. Me parece que si hubieras puesto al principio los cuentos que se desarrollan en Medellín alrededor del asesinato de Gaitán yo me hubiera dejado atrapar más por el libro, quizás porque estos cuentos no son tan perfectos, o porque ese Medellín de 1948, aparentemente más cercano para Duque que el escenario de los primeros cuentos del libro, lo mete más personalmente en la narración, dándole una mayor credibilidad pues lo hace naturalmente y no tiene que construirla con una meticulosa investigación. No significa que no pueda ocuparse de esos temas, sino que cuando lo haga no tenga que poner en primer plano ese esfuerzo por ser creíble.

En todo caso este es un primer libro notable, con unos muy buenos cuentos que disfrutará cualquier lector, y que con toda probabilidad podrá disfrutar dentro de muchos años ese mismo lector o uno nuevo. Un libro que pone en escena un autor al que hay que prestarle atención.

Moisés Melo G.


Bogotá, 19 de enero de 2018


jueves, 12 de octubre de 2017

Caridad y lucidez: el Yin y el Yang del poema*



1.    El Sentido

El sentido del poema es acechar el sentido, indagarlo. A modo de cazador, ponerle trampas al sentido, azuzarle sus jaurías. Acaso el sentido no exista, pero no importa. La dignidad misma del poema radica en esa obsesión desnuda por el sentido.

El poema brota de la más íntima soledad y habla de soledades. Y pienso, no tanto en la soledad sonora de San Juan que, aunque elusiva, está poblada de seducciones, sino de esa otra que se abre en la áspera flor de la lucidez, de la cual pueden dar testimonio de primera mano la ceguera de Edipo y las quemaduras de Ícaro.

La lucidez, vista en sí misma, es aridez. Sin embargo, la lucidez es ante todo llegada a un punto cero para dar inicio a un despliegue, para expandirse en la caridad. Caridad y Lucidez conforman una unidad dialogante, una especie de Yin y Yang del alma vertidos en el poema.

2. El poeta

Dos entidades fronterizas habitan dramáticamente el ser.  La una se instala en la crisis del sentido o en su ausencia, es decir, en su búsqueda. La otra, sencillamente pragmática, obliga a proveerse del “sentido nuestro de cada día”, sentidos transitorios, banales, desechables. Pero quien realmente importa es la primera: ella es el habitante del poema, el sujeto de la creación. En su vivenciación, o al menos vislumbre, en la lectura de cada lector, el poema provee una morada, aunque sea momentánea, al poeta que hay en todos y cada uno de los hombres.

3. El poema

Escribir un poema es dejar caer un pequeño balde a nuestras aguas más profundas y extraer una muestra de esa cosa espesa, allí en nuestra condición más raíz, allí donde confluyen la pezuña y el ala; esa cosa caótica, contradictoria que, emergiendo en extraño pacto con la forma producirá el ambiguo goce del texto. No es agua fascinada para la gozosa contemplación de Narciso lo que de aquí emerge sino espejo insidioso para el diálogo con tus propios fragmentos, con tus maltrechas costuras, con tu mejor deseo, con los andrajos del esplendor de tu mejor deseo. Estoy hablando de mi balde, de mi pequeño balde, pero sospecho que todos somos aguateros del mismo pozo.

El hacedor de poemas está así unido a una especie de noria que lo determina, casi como sujeto de una perversión, a olfatear como un animal, los rastros, los restos, los rastrojos de sus sueños de los sueños colectivos, su derrota, la derrota del hombre. Lo cierto es que esta despojada confrontación constituye sustancialmente el punto de partida de toda ética, de toda forma de actuación y relación con el otro que será siempre, ante todo tú mismo, una ética presidida por una mirada oscilante entre la perplejidad, el humor, el horror y, sobre todo, la caridad.

El poema es, pues, inmersión, exploración lustral de la mismidad. Lo preside la imagen del agua –en su doble valor amenazante y vital–, la imagen del ahondamiento, de la verticalidad descendente pero iluminada por la reflexión. Y en el centro de tu mismidad, de tu soledad, paradójicamente no te encontrarás a ti mismo, sino a todos los demás, al hombre de todos los tiempos, con sus mancillas y sus miedos y sus deseos iluminados o impuros. Surge así la ética de la caridad. Y aquí lo que he dicho en más de una ocasión y repito ahora: el poema nos ayuda a ser buenos. Es esto quizás, su razón, su sentido.

4. Poesía y Poema

Esto que he estado diciendo puede ser, en verdad, predicado de otros géneros literarios, y aún de la creación artística en general, pero intuyo –y concedo de ante mano que probablemente se trate de lo que bien podría considerarse “deformación profesional”– que es el género poema, donde, por sus imperativos de mínimo de extensión y máximo de concentración, donde esta condición se revela con mayor presencia.

En el transcurso de lo dicho he deliberadamente rehuido la palabra poesía, en beneficio del uso de la palabra poema. En realidad, la palabra poesía me causa cierta desazón, no podría usarla sin cierta incomodidad, cierto embarazo: remite a cierta condición sagrada que, si bien se puede palpitar en la épica, la tragedia –géneros históricamente desaparecidos– y en la tendencia lírica de signo analógico, en términos generales se trata de una condición que ya no lo es más, que ya no es posible, por lo menos ya no aproblemáticamente posible. El poema es lo que resta de la poesía en un mundo desacralizado.

El poema es la poesía en tanto morando en la ironía. El poema viene a ser una oración sin Dios, oración que a falta de recepción se vuelve sobre sí misma, potencia su sustancia íntima: un paradójico llamado, flagrante o tácito, a la redención del hombre en el lector, inmolando en la lucidez de la palabra; es así, simultáneamente, plegaria, Dios y hombre, y así mismo, ausencia, negación de todo esto.

La invención de Dios es el acto de creación poética por excelencia, sin duda el registro más alto de la imaginación; pertenece al género épico-lírico. La invención del hombre, ocurrida dentro del imaginario clásico-renacentista, está, desde el punto de vista de los géneros, más cerca de la novela y el poema, y el desenvolvimiento de estos géneros acompañan los avatares, la crisis de uno y otro acto de la imaginación. Pensamos aquí, de manera especial, en las marcas representadas de la muerte de Dios pregonada por Nietzche y la muerte de todo metarrelato voceada por los portaestandartes de la posmodernidad.

Aun cuando, por unanimidad, se designa a la novela como el género moderno por antonomasia, es decir, afincado en la condición “caída” del hombre moderno, creemos que el poema no le hace menos honor a esta condición, es más, no es imposible pensar, y probablemente se trate otra vez de una “deformación profesional”, que el más fiel amigo del hombre moderno no sea el perro o la novela sino el poema, en el que la individualidad, que está en la base del género que lo prefigura, el género lírico, es acentuada por las condiciones de orfandad existencial, ausencia de trascendencia del mundo moderno. He aquí el estatuto del poema: los andrajos de una lírica o una épica, pariente breve e intenso de su dilatada hermana la novela, hermana en ironía, hermana en caída, construyéndose en la hibridez genérica, en el abandono de las armonías métricas, de las formas fijas.

Se ha dicho, con sabiduría, que el mejor mago es el que puede encantarse a sí mismo. Así han funcionado todas las ideologías. En esa medida el poeta es el peor de los magos. La tribu quiere ilusiones, y el poeta no quiere, no puede, no quiere dárselas: por lo menos no utopías perdurables, que no pregonen su íntima ilusoriedad, que no vayan borrando sus propias huellas, como un Orfeo que cantara siempre en un rostro mirando fijamente el deshacer de Eurídice, viéndola –sin volver la vista– disolverse eternamente, retornar a las tinieblas.

5. El Yin y el Yang del Poema

He hablado de caridad y lucidez como del Yin y el Yang del poema. En cierto modo, lo he hecho de una manera engañosa, como si se tratara de entidades separadas, excluyentes. La realidad no es tal, no podría ser tal si de los implicantes Yin y Yang hablamos. La caridad del poema es la medida de la lucidez, su capacidad de desbordamiento ocurre en la medida de su penetrabilidad, su capacidad de cobijarnos opera en proporción a su capacidad para dejarnos sin techo (o sin piso); es como si el desierto destilara su propia agua o como sucede cuando después de estar mirando intensa, fijamente un color, éste se nos hace invisible a los ojos y en su lugar aparece su complementario. Esto en la práctica se da con diferentes matices, en diferentes grados y registros, según la poética del poema es modelada en sus peculiaridades por los diferentes poetas.

Hemos estado hablando en todo momento del poema, sin embargo, al querer ejemplificarlo no se nos ocurre mejor recurso que el cine. Valga como justificación algo que dijera inicialmente: la idea de lo que se predique del poema podría en verdad predicarse de todas las formas artísticas, y que el reduccionismo en que he incurrido no es más que una explicable “deformación profesional”. Pienso en una película reciente que me ha perturbado profundamente. “Perturbado”, es decir, enriquecido, es decir, conmocionado en mis bases, para posteriormente ser restituido a mí mismo extrañamente más aéreo y denso, más liviano y terrestre, en virtud de eso que los griegos denominaron la purificación por el horror, en la tragedia. Se trata de Profundo Carmesí, de Arturo Ripstein. Ver esa pareja grotesca y ominosa de Ripstein, hermanada en la humillación y en la sangre, llegar a la apoteosis del crimen, a los abismos de lo monstruoso; tan patológicamente alejadas de nuestra cotidianidad y tan abyectamente próximas a nuestros pequeños crímenes de cada día. Y sin embargo, en medio de su círculo de horror una rara luz, una precaria dignidad los salva, la perceptible convicción de que ellos no han elegido la sangre, la sangre los ha elegido a ellos, entonces el espectador, desde la ambigua, dudosa zona de seguridad que le otorga su condición de espectador, ejerce el extraño privilegio de acompañarlos caritativamente, de perdonarlos, y al perdonarlos también pide perdón por sus propias culpas.

Coda: la lección del maestro

Un poeta en quien singularmente aparece puesta en escena esta poética del poema es en Héctor Rojas Herazo. De la frecuentación amorosa de sus páginas provienen no pocas iluminaciones de las imágenes que he estado esbozando aquí. La desacralización del hombre, que es el contexto sociológico y existencial de esta poética, es una herida demasiado próxima en su obra, de ahí ese estremecimiento agónico-religioso que la recorre. Aquí la voz poética deriva en ritmos contradictorios: requisitoria a Dios y plegaria, rechazo al ángel y consciencia del plumaje que habita su alma, levitación del hombre derrotado y conciencia de su poquedad, deseo de eternidad y dura afirmación en la temporalidad y la corporalidad, fulguración mítica y prosaísmo de lo cotidiano y minúsculo; tensiones irresueltas que dotan de especial contemporaneidad hondura y radiación su palabra.



Rómulo Busto Aguirre



* Texto leído en el II Encuentro de Escritores de la Costa, Calamar (Bolívar), agosto de 1998.

viernes, 29 de septiembre de 2017

Las setenta estrellas de agua




        Valencia, la capital del Valle de las papas, está a 3.000 metros de altura; la cumbre, desde donde nos proponemos mirar algunas de las 70 estrellas de agua, a 43.000. Se sube por un sendero de piedras que poco a poco se va empinando; en el pie de monte hay potreros y bosques, árboles grandes. Después de trepar los primeros 500 metros el corazón se agita; Awka Yarimajha, nuestro guía indio, pone en mi mano un puñado de hojas de coca y mambe; empiezo a masticar las hojas, poco a poco el corazón se va tranquilizando y las fuerzas se renuevan.

        Les oigo hablar, a los que avanzan con Awka, de los osos perezosos; me acerco y les manifiesto mi extrañeza, el por qué a estos animales, siendo tan lentos, se les conoce también con el nombre de pericos ligeros. Después de un silencio, habla Awka: “Les dicen así porque estos osos son muy veloces, se lanzan desde los árboles, se trepan en una nube y vuelan; en muy poco tiempo van de aquí al Amazonas.”

        En el camino damos con una piedra grande en la que están grabados algunos símbolos de las culturas indígenas, entre otros la cruz, la tawa, que en el pensamiento indio tiene un significado diferente al cristiano. Awka nos explica: “En la cruz están los cuatro puntos cardinales, el abajo y el arriba, lo horizontal y lo vertical, lo estelar y lo terrestre; y en el cruce de sus líneas, el centro, el ombligo del universo.” 

        Un poco arriba de los 3.500 metros empieza el bosque de frailejones, sus hojas grandes y alargadas, de un color blanco amarillento, e infinidad de otros árboles enanos, algunos de un centímetro, miniaturas con flores muy bellas. Estamos en verano, qué de flores habrá en invierno. El terreno parece ser fértil, no crecen porque en la altura el oxígeno es menor. Caminamos por el lomo de la montaña, abajo los bosques andinos, la selva, arriba el cielo y unas pocas nubes. He visto muchos lugares hermosos, en Colombia y fuera, ninguno como este, su esplendor es misterioso, llama al recogimiento.

        Caminando y mambeando por el interminable camino de piedras, le digo a Awka que caminar en noches oscuras por este sendero me parece imposible. Me contesta: “Cuando la noche aparece oscura, es la mente la que está oscura.”

        He visto el río Magdalena, de un gris oscuro, confundirse con el mar; desde la altura donde estamos, veo abajo la laguna de la Magdalena donde el niño río nace; los que bajaron hasta la orilla dicen que el río aquí es un hilo de agua pura. Estamos en la estrella fluvial, aquí nacen varios de los grandes ríos de Colombia, ríos que corren hacia distintas partes de la geografía del país: el Caquetá que va hacia el Amazonas; el Magdalena y el Cauca que van hacia el Atlántico, el Patía que corre hacia el Pacífico.

        En un alto, nos sentamos en rededor de Awka que, esta vez, quiere contar: “Cuentan, dice, que un joven de estos lugares caminaba a las fiestas de Santiago; desde un filo, vio abajo el pueblo y mucha gente enfiestada en las calles; se extrañó al ver a un míster, (hombre de fuera), montado en un macho grandísimo, caminando entre el gentío. Siguió el joven su camino, pensando en la fiesta, cuando de pronto, en un recodo, se encontró con el míster, y este, le preguntó que hacia dónde iba. “Voy a las fiestas de Santiago,” le contestó el joven. “Esas fiestas están muy malas, se bebe poco y casi no se baila; lo invito a unas fiestas mejores, donde en verdad se baila y se come.” El joven se quedó pensando. “Si usted quiere súbase en mi macho y yo lo llevo”, continuó. El joven se montó en ancas y se encaminaron en dirección contraria a Santiago. El macho volaba corriendo, se oía silbar el viento. Habían caminado bastante y el míster se bajó a mear, el chorro era tan grande que empezó a bajar represado, formando el río Yunguilla (nombre quechua que significa resplandecer de la luna llena). Al fin, llegaron al pueblo, la gente bailaba y bebía, era una gran fiesta. El míster lo invitó a su casa donde también se comía y bailaba, y qué carne había y qué licores; el joven bailó y bebió hasta hartarse. En la madrugada el míster le dijo: “Vaya por el macho al potrero y me lo trae". El joven le trajo el macho, y el hombre le dijo: “Es hora de que se vuelva, lo llevaré en el macho, pero antes le voy a regalar una guayunga de maíz; le regaló el maíz. El míster le dijo que se trepara en ancas y deshicieron el camino; al llegar al sitio donde lo había recogido, se despidieron. El joven regresó  a su casa. Los familiares le preguntaron por las fiestas de Santiago, y él les dijo que se había ido para otra fiesta; les contó cómo lo habían atendido y les mostró la guayunga de maíz. Los parientes se pusieron a mirar el maíz y se dieron cuenta que las mazorcas eran de oro y les brillaron los ojos”.

        La más grande de las lagunas que ahora vemos, abajo a unos 400 metros, es la de Santiago; el viento riza el agua de un azul casi negro; cerca a ella, dos de menor tamaño. A 20 minutos, subiendo a otro mirador, está La Suramérica, la Laguna seca y otra cuyo nombre no recuerdo. El día anterior habíamos divisado, desde una cumbre menor, la laguna Kusiyaco. Kusiyaco es una palabra quechua, compuesta: Kusi significa conejo, y yaco: agua; vendría a ser: conejo de agua o laguna del conejo; y en verdad la laguna tiene la forma de un conejo. Algunas de estas lagunas tienen nombres indios, la de Santiago, se llama  Sukugún: que significa rincón de los espíritus; la de la Magdalena Yumamuy, laguna de la nube. Awca nos dice que los nombres indios perdidos, están tratando de recuperarlos por medio de ritos; entre otros, el del ayuno; ayunan en las alturas durante nueve días, en ese tiempo sólo mambean; sentados al aire libre, esperan sin esperar,  hasta que las lagunas hablan.


Horacio Benavides

lunes, 25 de septiembre de 2017

JORGE TEILLIER, POETA DE LA ALDEA DEL MUNDO



  
Para ángeles y gorriones fue el primer libro publicado por el poeta chileno Jorge Teillier, salido de ediciones “Puelche” en Santiago de Chile, en el año 1956. El poeta había nacido en Lautaro, provincia del sur del país, en 1935; su muerte se produjo en Viña del Mar, en 1996. La aparición de este libro, cuando el autor apenas contaba con 21 años, vendrá a marcar en forma definitiva el rumbo de la poesía de Teillier en sus distintas etapas, la concepción poética de su mundo y el testimonio de su creación, tal como él mismo dejó dicho en un ensayo sobre la experiencia poética:

Sobre el pupitre del liceo nacieron buena parte de los poemas que iban a integrar mi primer libro Para ángeles y gorriones, aparecido en 1956. Mi mundo poético era el mismo donde también ahora suelo habitar, y que tal vez un día deba destruir para que se conserve: aquel atravesado por la locomotora 245, por las nubes que en noviembre hacen llover en pleno verano y son las sombras de los muertos que nos visitan, según decía una vieja tía; aquel poblado por espejos que no reflejan nuestra imagen sino la del desconocido que fuimos y viene desde otra época hasta nuestro encuentro, aquel donde tocan las campanas de la parroquia y donde aún se narran historias sobre la fundación del pueblo.

Ese mundo poético que nos describe Teillier, tiene un lado real y un lado mítico: el primero corresponde al entorno familiar de su infancia, la parroquia de Lautaro como reino de su niñez “atravesado por la locomotora 245”; el segundo es el Lautaro mítico, “aquel poblado por espejos que no reflejan nuestra imagen sino la del desconocido que fuimos y viene desde otra época hasta nuestro encuentro”. Así es como surge en la conciencia poética de Teiller el Lar mítico y, en consecuencia, la que él mismo se dio en llamar poesía lárica o de los lares, que habita en todos sus libros, como una vuelta al lugar de origen, sólo recuperado a través de la memoria poética en las palabras más sencillas de la cotidianidad que la poesía puede concedernos en su entorno más natural; leer su obra nos devuelve la gracia de sentir y oír el mundo en imágenes claras y profundas de un lenguaje con vida propia. En esa ausencia de ornamentos y ademanes postizos del acto de nombrar, cada cosa recobra su clarividencia y natural misterio. El mantel, la nieve, los rincones, la leña, el vino, la mañana, el granizo, la nube, antes que ser objetos son actos propios capaces de entrar en diálogo con el mundo habitado por el hombre, señalando una constante en toda la obra de Teillier. Así lo dice el primer fragmento de su poema “El lenguaje del cielo”:

El cielo habla un lenguaje gris,
 y callan la grave voz del vino,
 la leve voz del té.
 Los espejos se fatigan
de repetir el nombre de las cosas.
No dicen nada. No dicen: "un visitante",
"las moscas", "el libro sobre la mesa".
No dicen nada los espejos.

Sin embargo, esta recuperación del solar perdido a través de la simplicidad de las cosas resucitadas por la memoria intemporal del poeta, anula la simple nostalgia del pasado,  pues el mismo escritor fue categórico al respecto: “Yo no canto a una infancia boba. (…) la infancia es un estado que debemos alcanzar (…) Nostalgia sí, pero del futuro, de lo que no nos ha pasado, pero debiera pasarnos”. O sea una infancia que podría estar en el mañana del hombre, a la cual debe retornar paradójicamente hacia adelante, inherente a su progreso humano y que sirva de dique a las formas artificiosas del progreso material, como bien lo supo afirmar el mismo Teillier: “Por omisión, se repudia entonces el mundo mecanizado y estandarizado del presente, en donde el hombre medio sólo aspira a las pequeñas metas del confort como el auto, la televisión en donde el habitante de nuestros países pierde su individualidad gracias al lavado mental de la propaganda y deslumbramiento impuestos por el ejemplo y la propaganda de formas foráneas de vida”.
Por todo lo anterior vale la pena volver a leer en estas bellas ediciones de Frailejón, este primer libro de Teillier, que confirma la permanencia de un poeta esencial en la poesía chilena y latinoamericana, tan arraigado a la cotidianidad como a la vida. Este poeta de la aldea del mundo nos enseñó que “para mirar la nieve en la noche hay que cerrar los ojos”; nada sencilla en su sabiduría esta premoción poética tan sensible a hacernos pensar y a mirarnos hacia adentro, que es donde verdaderamente trascurren todos los tiempos y en los que apenas somos formas pasajeras de la existencia. Celebremos en esta edición a un poeta que habló por todos: “El silencio no puede seguir siendo mi lenguaje”-




Nelson Romero Guzmán
Ibagué, Enero 4 de 2017








domingo, 22 de diciembre de 2013

Baldomero Sanín según Hernando Téllez. Parte II

 En un ámbito intelectual como el nuestro, Sanín Cano parece y es una figura excepcional. A los ochenta años de edad, en Colombia, en el trópico, todo escritor, por grande que sea, es hombre al agua. En ese naufragio, sin embargo, el maestro se presenta como un irreductible almirante de agua salada. Cuando sus demás compañeros de generación han callado por la muerte, o la vida los ha llevado a la inacción y la natural decadencia que preludian el desasimiento absoluto y la mortal impotencia para toda creación del espíritu, Sanín Cano sigue ofreciendo un ejemplo de vigorosa fuerza mental, de agudeza lógica, de fértil raciocinio, de honda comprensión de la belleza y la vida.

Este libro suyo es un testimonio de su espléndida acuciosidad mental y de su nobleza crítica. Menos importante, sin duda, que sus obras anteriores, en él alienta un propósito de servicio directo a las letras patrias, de todo punto invaluable para el conocimiento, más o menos ordenado, de lo que ha sido el proceso de la literatura colombiana en cuatro siglos. Cuatro siglos de tanteo, de anhelante búsqueda en pos de las formas; cuatro siglos de reiteración sobre los modelos europeos; cuatro siglos en que casi todo, o todo, ha sido resonancia, eco, modulación sobre una clave extraña. La literatura americana es un retoño, mejor, un reflejo del arte, de la cultura, de la civilización europeas. Sanín Cano es un europeo nacido en Antioquia, a quien no le queda de su campesina provincia natal sino un vago acento perdido en la entonación de ciertas frases. Ese débil resabio ortológico acusa en éI, la tierra y la fabla originales, la áspera y difícil tierra de la montaña y los mineros, de los ríos con lecho de oro, y de la charla picante y sabrosa de los personajes de Carrasquilla. Europa ha laminado, ha atemperado esa forma exterior de la expresión antioqueña en el maestro. De la misma manera que su estilo de escritor y el alcance de sus ideas, el tono de su conversación es el de un ciudadano del mundo, para quien el mundo es su grande experiencia y su adecuada representación. Pocas veces en la literatura hispanoamericana se dan casos como el de Sanín Cano, en los cuales el mensaje del escritor no está provincialmente circunscrito a los términos geográficos y espirituales de la tierra en que se produce. Los libros, los ensayos de Sanín Cano pueden ser leídos con deleite y provecho en cualquier parte del mundo, en cualquier idioma. Responden a una sensibilidad y a un criterio universales de las cosas y de los hechos y están iluminados por la gracia esbelta y severa, al mismo tiempo, de una larga, sabia y fructuosa experiencia intelectual. 

El estilo de Sanín Cano es de una sobriedad manifiesta. A mí me seduce, me atrae esa tendencia a lo esencial, precisamente porque ella opone un ejemplar contrapunto al desborde y la superabundancia formales, típicas manías en que se distraen con indudable éxito muchas veces, los escritores hispanoamericanos. Esa sobriedad inexorable, que se confunde equivocadamente con la dureza, no excluye en Sanín Cano el don de la interna gracia, el incoercible matiz del humor, el toque sutil y emocionante de la belleza del concepto y de la palabra. Dos generaciones de escritores, de admiradores, de amigos, hemos nombrado a Sanín Cano como “maestro”. Maestro de la vida por el ejemplo de rectitud y sencillez, de bondad y de eficacia que de esa larga  vida se desprende; maestro por la inteligencia y la sabiduría, maestro por la sonrisa espiritual que vuela de sus páginas

(En: Téllez, Hernando. Diario. Colombia, Ed. Universidad de Antioquia, 2003 pp. 185 - 189)


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martes, 10 de diciembre de 2013

Baldomero Sanín según Hernando Téllez. Parte I

Me llega un libro de Baldomero Sanín Cano: “Letras Colombianas”. Y con él entre las manos evoco la imagen del grande escritor colombiano. Hace ya varios años que no hablo con el maestro. Durante mucho tiempo, en mi primera juventud, frecuenté su sabrosa e hidalga amistad, gocé de su palabra y su mesa, me deleité con esa mezcla de gracia antioqueña y sajona que fluye, en los mejores ratos íntimos, de su conversación. Entonces, en aquella dichosa edad y tiempos dichosos, yo llegaba al atardecer, una vez o dos a la se- mana, a la tranquila casa bogotana del maestro. Tocaba en la verja de hierro que clausuraba un diminuto jardín en donde florecían altas rosas; una jovial mujer, diestra en el arte de dar vuelta a la llave del seguro candado de cobre, abría las puertas para que pasara el visitante. Sanín Cano salía a recibirlo hasta el pequeño corredor, son- riente, afable, cortés y afectuoso. Después nos instalábamos en la discreta sala vecina de la habitación en donde se hallaba el escritorio. Una suprema sencillez imperaba allí, una sencillez agradable y reconfortante que parecía traducir la claridad de la inteligencia y la rectitud espiritual del dueño de casa. En los muros, unas pocas sombras amadas perpetuaban, en el cartón foto- gráfico, su inmaterial presencia por todas partes, libros, libros sabios y amables, libros crueles, libros en donde la belleza y la gracia alcanzaron una expresión inmortal.

El recuerdo que de estas visitas me queda en la memoria, es muy grato. El maestro aceptaba con sonreída benevolencia, el imprevisto cuestionario que sobre todas las cosas divinas y humanas le proponía el impaciente amigo juvenil. No parecía fastidiarse y apenas si de vez en cuando, ante un dislate mayor, le brillaban los sagaces ojos inquisidores y burlones con la luz de una superior malicia. Para entonces, ya le blanqueaba la cabeza dura y fuerte, de aldeano sueco; la frente, de buen trazo, aparecía despeja- da, y la piel del rostro, templada, sin una arruga, sin un quiebre que acusara el trabajo de talla que el tiempo va operando sobre los perfiles humanos; el color de ese rostro sorprendía, sorprende aún como una expresión de juventud. Sanín Cano reposaba, por momentos, en una silla, y allí en esa postura, se acentuaba el aire de serena dignidad formal que le acompaña y que hace pensar en la estampa tradicional de los grandes maestros universitarios de Europa, de la Euro- pa central y de la Europa nórdica, sobre todo; de pies, sus cuadrados hombros y su traje oscuro y la adecuada proporción de las líneas del cuerpo, completaban, todavía con mayor exactitud, esa profesoral reminiscencia: sin embargo, nada, ni un acento magisterial en el tono y en el sentido de sus palabras, ni en el ademán espiritual, ni en el gesto físico de sus manos. Una sabia llaneza, una docta simplicidad, una fértil vena de humor, un benévolo y eficaz escepticismo, le daban a su consejo, a su opinión, a sus fórmulas, a sus tesis, el seductor atractivo que emana de toda prolongada experiencia humana.

De los hombres del siglo XIX que he conocido, ninguno como Sanín Cano me ha dado una sensación más clara y directa de lo que fue, de lo que representó ese siglo corno expresión liberal, generosa y abierta, del pensamiento, de la cultura, de la sensibilidad artística. Curado ya de toda sorpresa que pudiera acarrear el eventual cambio de los hábitos y las tendencias estéticas, este escritor de más de ochenta años, se niega, sin esfuerzo, a clausurar todo estímulo a su in- saciable curiosidad intelectual. Ciertamente a mí me parece, que nada tienen ya que enseñarle los libros y los hombres a quien, como Sanín Cano, ha leído todos los libros y ha conocido todos los hombres. Pero a pesar de ello, su capacidad de análisis y su posición ante la vida y el arte, lo llevan a interesarse en el eterno espectáculo de la criatura humana empeñada ahora, como hace miles de siglos, en hallar una consonancia perfecta entre el mundo de sus sueños y la inequitativa realidad cotidiana. 

(En: Téllez, Hernando. Diario. Colombia, Ed. Universidad de Antioquia, 2003 pp. 185 - 189)

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lunes, 4 de noviembre de 2013

'El cantor de la tierra' por William Ospina. Prólogo a Tierra de promisión de José Eustasio Rivera


Quiso convertir en poesía el galope brutal de unos potros por la llanura, la borrasca de crines, de resoplos y espuma, la fuga desenfrenada que deja atrás al viento mismo. Más admirable es que también haya podido capturar el fenómeno contrario, el vuelo casi imperceptible de una mariposa, y en un soplo de sílabas sucesivas, construir un silencio:
Pasa sin hacer sombra con sus alas de seda.

En Morada al Sur, de Aurelio Arturo, el poeta se detiene: Con un pie en una cámara hechizada y el otro a la orilla del valle,
donde hierve la noche estrellada

En nuestra tradición literaria, esa frontera separa la cámara hechizada del lenguaje de la realidad turbulenta del mundo. Venida de muy lejos, la lengua nunca supo nombrar plenamente este mundo al que había llegado; venía tiranizada por fantasmas y por tierras perdidas, por ruiseñores y olivares que estaban sólo en su memoria.

Buen modernista, Rivera se esforzó por hacer caber los pájaros y los montes de su tierra en el marco del soneto parnasiano, y ya es ganancia que tratara de serle fiel a sus morichales frente al exotismo de poetas como Guillermo Valencia, que sólo encontraban poético lo que hubieran cantado previa- mente Leconte de l’Isle y Lamartine.

El joven Rivera trataba de ajustar al marco neoclásico los caimanes y las garzas, la paloma torcaz, los potros sin freno y las montañas luminosas. Pero después se internó por la selva y comprendió que esa cosa desmesurada y tremenda no cabía en el salón de acuarelas, porque además de la belleza incansable de la vegetación y de las criaturas silvestres tenía una fecundidad destructiva, un secreto inasible para la lengua recién llegada, un poder de serpiente que envuelve y devora.

Sus poemas permanecen detenidos en la víspera de La Vorágine, con su sed de armonía heredada de Rubén Darío, con el ansia de equilibrio y eufonía de la estrofa modernista. Pero su amor por la realidad era sincero, su mirada era nueva, y la búsqueda de detalles significativos salvó muchos de sus poemas de ser apenas paisajes convencionales.

El poeta que había en él supo encontrar los muchos matices conmovedores que salvaron sus versos. Más lejos que la humilde paloma torcaz vuela ese verso que parece definir a la poesía misma:
Cantadora sencilla de una gran pesadumbre

Y cuando en el poema la pequeña paloma:
Acongoja la selva con su blanda quejumbre

mágicamente sentimos que un pequeño elemento puede contagiar su dolor, su energía y su embrujo, a la inmensidad. En Colombia hay una mitad del país que no hemos visto. Esa enorme región de llanuras, de selva y misterio, tiene en nuestra literatura un solo nombre: José Eustasio Rivera.
Bogotá, agosto de 2013