1.
El Sentido
El sentido del poema es acechar el sentido,
indagarlo. A modo de cazador, ponerle trampas al sentido, azuzarle sus jaurías.
Acaso el sentido no exista, pero no importa. La dignidad misma del poema radica
en esa obsesión desnuda por el sentido.
El poema brota de la más íntima soledad
y habla de soledades. Y pienso, no tanto en la soledad sonora de San Juan que,
aunque elusiva, está poblada de seducciones, sino de esa otra que se abre en la
áspera flor de la lucidez, de la cual pueden dar testimonio de primera mano la
ceguera de Edipo y las quemaduras de Ícaro.
La lucidez, vista en sí misma, es
aridez. Sin embargo, la lucidez es ante todo llegada a un punto cero para dar
inicio a un despliegue, para expandirse en la caridad. Caridad y Lucidez
conforman una unidad dialogante, una especie de Yin y Yang del alma vertidos en
el poema.
2. El poeta
Dos entidades fronterizas habitan
dramáticamente el ser. La una se instala
en la crisis del sentido o en su ausencia, es decir, en su búsqueda. La otra,
sencillamente pragmática, obliga a proveerse del “sentido nuestro de cada día”,
sentidos transitorios, banales, desechables. Pero quien realmente importa es la
primera: ella es el habitante del poema, el sujeto de la creación. En su
vivenciación, o al menos vislumbre, en la lectura de cada lector, el poema
provee una morada, aunque sea momentánea, al poeta que hay en todos y cada uno
de los hombres.
3. El poema
Escribir un poema es dejar caer un
pequeño balde a nuestras aguas más profundas y extraer una muestra de esa cosa
espesa, allí en nuestra condición más raíz, allí donde confluyen la pezuña y el
ala; esa cosa caótica, contradictoria que, emergiendo en extraño pacto con la
forma producirá el ambiguo goce del texto. No es agua fascinada para la gozosa
contemplación de Narciso lo que de aquí emerge sino espejo insidioso para el
diálogo con tus propios fragmentos, con tus maltrechas costuras, con tu mejor
deseo, con los andrajos del esplendor de tu mejor deseo. Estoy hablando de mi
balde, de mi pequeño balde, pero sospecho que todos somos aguateros del mismo
pozo.
El hacedor de poemas está así unido a
una especie de noria que lo determina, casi como sujeto de una perversión, a
olfatear como un animal, los rastros, los restos, los rastrojos de sus sueños
de los sueños colectivos, su derrota, la derrota del hombre. Lo cierto es que
esta despojada confrontación constituye sustancialmente el punto de partida de
toda ética, de toda forma de actuación y relación con el otro que será siempre,
ante todo tú mismo, una ética presidida por una mirada oscilante entre la
perplejidad, el humor, el horror y, sobre todo, la caridad.
El poema es, pues, inmersión,
exploración lustral de la mismidad. Lo preside la imagen del agua –en su doble
valor amenazante y vital–, la imagen del ahondamiento, de la verticalidad
descendente pero iluminada por la reflexión. Y en el centro de tu mismidad, de
tu soledad, paradójicamente no te encontrarás a ti mismo, sino a todos los
demás, al hombre de todos los tiempos, con sus mancillas y sus miedos y sus
deseos iluminados o impuros. Surge así la ética de la caridad. Y aquí lo que he
dicho en más de una ocasión y repito ahora: el poema nos ayuda a ser buenos. Es
esto quizás, su razón, su sentido.
4. Poesía y Poema
Esto que he estado diciendo puede ser,
en verdad, predicado de otros géneros literarios, y aún de la creación artística
en general, pero intuyo –y concedo de ante mano que probablemente se trate de
lo que bien podría considerarse “deformación profesional”– que es el género
poema, donde, por sus imperativos de mínimo de extensión y máximo de
concentración, donde esta condición se revela con mayor presencia.
En el transcurso de lo dicho he
deliberadamente rehuido la palabra poesía, en beneficio del uso de la palabra
poema. En realidad, la palabra poesía me causa cierta desazón, no podría usarla
sin cierta incomodidad, cierto embarazo: remite a cierta condición sagrada que,
si bien se puede palpitar en la épica, la tragedia –géneros históricamente
desaparecidos– y en la tendencia lírica de signo analógico, en términos
generales se trata de una condición que ya no lo es más, que ya no es posible,
por lo menos ya no aproblemáticamente posible. El poema es lo que resta de la
poesía en un mundo desacralizado.
El poema es la poesía en tanto morando
en la ironía. El poema viene a ser una oración sin Dios, oración que a falta de
recepción se vuelve sobre sí misma, potencia su sustancia íntima: un paradójico
llamado, flagrante o tácito, a la redención del hombre en el lector, inmolando
en la lucidez de la palabra; es así, simultáneamente, plegaria, Dios y hombre,
y así mismo, ausencia, negación de todo esto.
La invención de Dios es el acto de
creación poética por excelencia, sin duda el registro más alto de la
imaginación; pertenece al género épico-lírico. La invención del hombre,
ocurrida dentro del imaginario clásico-renacentista, está, desde el punto de
vista de los géneros, más cerca de la novela y el poema, y el desenvolvimiento
de estos géneros acompañan los avatares, la crisis de uno y otro acto de la
imaginación. Pensamos aquí, de manera especial, en las marcas representadas de
la muerte de Dios pregonada por Nietzche y la muerte de todo metarrelato
voceada por los portaestandartes de la posmodernidad.
Aun cuando, por unanimidad, se designa a
la novela como el género moderno por antonomasia, es decir, afincado en la
condición “caída” del hombre moderno, creemos que el poema no le hace menos
honor a esta condición, es más, no es imposible pensar, y probablemente se trate
otra vez de una “deformación profesional”, que el más fiel amigo del hombre
moderno no sea el perro o la novela sino el poema, en el que la individualidad,
que está en la base del género que lo prefigura, el género lírico, es acentuada
por las condiciones de orfandad existencial, ausencia de trascendencia del
mundo moderno. He aquí el estatuto del poema: los andrajos de una lírica o una
épica, pariente breve e intenso de su dilatada hermana la novela, hermana en
ironía, hermana en caída, construyéndose en la hibridez genérica, en el
abandono de las armonías métricas, de las formas fijas.
Se ha dicho, con sabiduría, que el mejor
mago es el que puede encantarse a sí mismo. Así han funcionado todas las
ideologías. En esa medida el poeta es el peor de los magos. La tribu quiere
ilusiones, y el poeta no quiere, no puede, no quiere dárselas: por lo menos no
utopías perdurables, que no pregonen su íntima ilusoriedad, que no vayan
borrando sus propias huellas, como un Orfeo que cantara siempre en un rostro
mirando fijamente el deshacer de Eurídice, viéndola –sin volver la vista–
disolverse eternamente, retornar a las tinieblas.
5. El Yin y el Yang del Poema
He hablado de caridad y lucidez como del
Yin y el Yang del poema. En cierto modo, lo he hecho de una manera engañosa,
como si se tratara de entidades separadas, excluyentes. La realidad no es tal,
no podría ser tal si de los implicantes Yin y Yang hablamos. La caridad del
poema es la medida de la lucidez, su capacidad de desbordamiento ocurre en la
medida de su penetrabilidad, su capacidad de cobijarnos opera en proporción a
su capacidad para dejarnos sin techo (o sin piso); es como si el desierto
destilara su propia agua o como sucede cuando después de estar mirando intensa,
fijamente un color, éste se nos hace invisible a los ojos y en su lugar aparece
su complementario. Esto en la práctica se da con diferentes matices, en
diferentes grados y registros, según la poética del poema es modelada en sus
peculiaridades por los diferentes poetas.
Hemos estado hablando en todo momento
del poema, sin embargo, al querer ejemplificarlo no se nos ocurre mejor recurso
que el cine. Valga como justificación algo que dijera inicialmente: la idea de
lo que se predique del poema podría en verdad predicarse de todas las formas
artísticas, y que el reduccionismo en que he incurrido no es más que una
explicable “deformación profesional”. Pienso en una película reciente que me ha
perturbado profundamente. “Perturbado”, es decir, enriquecido, es decir,
conmocionado en mis bases, para posteriormente ser restituido a mí mismo
extrañamente más aéreo y denso, más liviano y terrestre, en virtud de eso que
los griegos denominaron la purificación por el horror, en la tragedia. Se trata
de Profundo Carmesí, de Arturo Ripstein. Ver esa pareja grotesca y ominosa de
Ripstein, hermanada en la humillación y en la sangre, llegar a la apoteosis del
crimen, a los abismos de lo monstruoso; tan patológicamente alejadas de nuestra
cotidianidad y tan abyectamente próximas a nuestros pequeños crímenes de cada
día. Y sin embargo, en medio de su círculo de horror una rara luz, una precaria
dignidad los salva, la perceptible convicción de que ellos no han elegido la
sangre, la sangre los ha elegido a ellos, entonces el espectador, desde la
ambigua, dudosa zona de seguridad que le otorga su condición de espectador,
ejerce el extraño privilegio de acompañarlos caritativamente, de perdonarlos, y
al perdonarlos también pide perdón por sus propias culpas.
Coda:
la lección del maestro
Un poeta
en quien singularmente aparece puesta en escena esta poética del poema es en Héctor Rojas Herazo. De la
frecuentación amorosa de sus páginas provienen no pocas iluminaciones de las
imágenes que he estado esbozando aquí. La desacralización del hombre, que es el
contexto sociológico y existencial de esta poética, es una herida demasiado
próxima en su obra, de ahí ese estremecimiento agónico-religioso que la
recorre. Aquí la voz poética deriva en ritmos contradictorios: requisitoria a
Dios y plegaria, rechazo al ángel y consciencia del plumaje que habita su alma,
levitación del hombre derrotado y conciencia de su poquedad, deseo de eternidad
y dura afirmación en la temporalidad y la corporalidad, fulguración mítica y
prosaísmo de lo cotidiano y minúsculo; tensiones irresueltas que dotan de
especial contemporaneidad hondura y radiación su palabra.
Rómulo Busto Aguirre
* Texto leído en el II Encuentro de Escritores de la Costa, Calamar (Bolívar), agosto
de 1998.